Las niñas de las rodilleras
Ahí están ellas. Inconfundibles. Si uno se fija bien, puede observar que no hay mucha gente capaz de soportar el peso de diecisiete kilos de rimel en las pestañas. Que no todos los pies están hechos para aguantar la tortura de esos taconazos. Ellas pueden. Es más, son capaces sufrir una tediosa explicación sobre física cuántica, con los ojos abiertos de par en par fijos en el profesor y sin perder la sonrisa. Yo particularmente dudo de que se enteren de algo, pero coño, las tías asienten a cada pausa del profesor, que las mira con una mezcla de lascivia y ternura que no llego a comprender del todo.
Las muchachas en cuestión tienen su mérito: jamás llevarán un bolso de un color distinto que sus zapatos, nunca habrá un pelo fuera de su sitio si no ha sido puesto ahí intencionadamente y Beyoncé se echaría a llorar si viese las obras de arte que estas niñas son capaces de hacer en sus caras con el maquillaje. Yo en mi ignorancia, las imagino levantándose unas horas antes de que comiencen las clases y echando un vistazo a su arsenal: rizadores, potingues, barras de labios, pendientes, pulseras, alisadores, despeinadores y demás artillería. Un par de horas después han pasado de ser la Niña del Exorcista a perfectas competidoras de Naomi Campbell. Y eso, pues joder, tiene su aquel.
El problema, más que en las clases, llega a la hora de los exámenes. Mientras tú sudas y resoplas tratando de recordar cómo carajo empezaba aquello de “La psicología en la publicidad”, la niña mira el estado de sus uñas sobre la hoja de examen. Levanta la vista y mira al profesor, a ver si hay suerte y se percata de los dos botones que “accidentalmente” se han desabrochado en su blusa. Ahora que tú has recordado la mitad del párrafo y lo escribes a la velocidad del caballo de Atila para que no se te olvide nada, adviertes que la muchacha esculpe un par de frases en su folio en blanco con una letra digna de códice, pausadamente y repasando las tildes mentalmente. Pasan un par de días y salen las notas. A tí te salvó acordarte del nombre de Fulanito de Tal y has aprobado por los pelos... pero te remuerde la curiosidad y miras la nota de la Pestañas-Perfectas. Tiene un 3.4. Bien. El mamonazo ha sido justo y no le han bastado las caligrafías de la Señorita Pepis.
Llega la revisión de exámenes. Estás en la facultad para robar un par de apuntes y echar un café, y coincides con aquellos que no recordaron el puto nombre y van pelados para el cinco. Y allí está ella. Joder, está más tremenda que nunca. Parece que la han confeccionado el vestuario a medida y tiene la cara más lisa que la Kidman en el anuncio de Chanel. Entra en el despacho con una sonrisa que ríete tú de Cameron Díaz y cierra la puerta tras de sí. A los veinte minutos sale igual de sonriente y se va a su casa carpeta en ristre con la sensación (supongo) del deber cumplido. Cuando salen las notas revisadas, Miss Segundo tiene un 5.2. Y mientras imagino si ese cero coma dos se lo mereció por tragarse todo como una campeona o porque el profesor olvidó leer parte de su examen, me reprocho mentalmente... “Mierda, no miraste si sus rodillas estaban peladas cuando salió de la revisión”.
Las muchachas en cuestión tienen su mérito: jamás llevarán un bolso de un color distinto que sus zapatos, nunca habrá un pelo fuera de su sitio si no ha sido puesto ahí intencionadamente y Beyoncé se echaría a llorar si viese las obras de arte que estas niñas son capaces de hacer en sus caras con el maquillaje. Yo en mi ignorancia, las imagino levantándose unas horas antes de que comiencen las clases y echando un vistazo a su arsenal: rizadores, potingues, barras de labios, pendientes, pulseras, alisadores, despeinadores y demás artillería. Un par de horas después han pasado de ser la Niña del Exorcista a perfectas competidoras de Naomi Campbell. Y eso, pues joder, tiene su aquel.
El problema, más que en las clases, llega a la hora de los exámenes. Mientras tú sudas y resoplas tratando de recordar cómo carajo empezaba aquello de “La psicología en la publicidad”, la niña mira el estado de sus uñas sobre la hoja de examen. Levanta la vista y mira al profesor, a ver si hay suerte y se percata de los dos botones que “accidentalmente” se han desabrochado en su blusa. Ahora que tú has recordado la mitad del párrafo y lo escribes a la velocidad del caballo de Atila para que no se te olvide nada, adviertes que la muchacha esculpe un par de frases en su folio en blanco con una letra digna de códice, pausadamente y repasando las tildes mentalmente. Pasan un par de días y salen las notas. A tí te salvó acordarte del nombre de Fulanito de Tal y has aprobado por los pelos... pero te remuerde la curiosidad y miras la nota de la Pestañas-Perfectas. Tiene un 3.4. Bien. El mamonazo ha sido justo y no le han bastado las caligrafías de la Señorita Pepis.
Llega la revisión de exámenes. Estás en la facultad para robar un par de apuntes y echar un café, y coincides con aquellos que no recordaron el puto nombre y van pelados para el cinco. Y allí está ella. Joder, está más tremenda que nunca. Parece que la han confeccionado el vestuario a medida y tiene la cara más lisa que la Kidman en el anuncio de Chanel. Entra en el despacho con una sonrisa que ríete tú de Cameron Díaz y cierra la puerta tras de sí. A los veinte minutos sale igual de sonriente y se va a su casa carpeta en ristre con la sensación (supongo) del deber cumplido. Cuando salen las notas revisadas, Miss Segundo tiene un 5.2. Y mientras imagino si ese cero coma dos se lo mereció por tragarse todo como una campeona o porque el profesor olvidó leer parte de su examen, me reprocho mentalmente... “Mierda, no miraste si sus rodillas estaban peladas cuando salió de la revisión”.